Luis es uno de los jóvenes que trabaja en el cultivo de la caña de azúcar en El Salvador.
Luis se sumerge cada mañana, bien temprano, en la inmensidad de los cañales de la comunidad de las Anonas, en el Bajo Lempa (El Salvador).
Allí, se gana la vida a la misma velocidad que la pierde.
Cosas del destino: no puede abandonar la profesión por que su vida y la de los suyos depende de los menos de cinco dólares que el jornal le permite llevar a casa. Suele aprovechar el amanecer para labrar las tierras de otro.
Acostumbrado a perderse y encontrarse, en una interminable extensión de terreno, no duda en reconocer que ese oficio no le conviene ni él, ni a su familia, ni a su pueblo.
Vive con Julia (una guapa mujer salvadoreña) y su pequeño en una humilde vivienda ubicada en una de las colonias que lindan con los ‘dulces’ campos de cultivo.
Nos dedica un tiempo de conversación a su regreso. A esa hora, el sol golpea con la máxima contundencia tropical; de tal manera, que parece imposible continuar respirando un segundo más. Es tan sofocante que el aire llega a quemar en el interior de los pulmones. Por ese motivo, pasado el mediodía se detiene todo el trabajo para evitar los posibles efectos que el pico de más calor en el día puede provocar sobre la salud.
De tez morena; desconocemos el por qué, su mirada se pierde en la resignación. Se extravía en la ordenada selva de cañas de azúcar que se encuentran a nuestras espaldas.
Habla con mucho sosiego de los futuros daños que están por llegar. Sabe que los agroquímicos no aportarán nada bueno a su sistema renal; y reconoce que “crece y crece” el número de personas que fallecen, al año, por fallos y daños irreversibles en los riñones. Tan solo es cuestión de tiempo para que la agresión medioambiental acabe contaminando la sangre que circula por las venas de pequeños y mayores de la zona.
El problema no se acaba nunca: Primero fueron los cultivos de algodón los que envenenaron las fértiles tierras. Ahora, el turno es para la producción de azúcar con un planteamiento igual de industrial que irrespetuoso con el desarrollo humano y medio ambiental.
Y, de momento, se carece del suficiente músculo político, económico y social como para detener un tren que amenaza con hacer descarrilar la esperanza de vida de miles de niños, mamás, papás o abuelos acostumbrados ya a la lluvia de químicos desde las avionetas que sobrevuelan indiscriminadamente toda la comunidad. Nadie está a salvo.
La exposición es máxima en cada ataque que se realiza a los cultivos.
Y la humildad de las viviendas tampoco permite protegerse de tal agresión. “Somos pobres y encomendarse a Dios es la única opción que nos queda”, expresa Luis con un rictus del que se deduce una rabia contenida.
Desde muy pequeño, con diez años, aprendió a cultivar la caña de azúcar en extensiones de incontables hectáreas. Tantas como beneficios extraen las multinacionales de la comercialización de una sustancia que arrasa con la salud quienes la consumen y la producen: los primeros amenazados por la diabetes y los segundos por la insuficiencia renal, entre otras enfermedades diagnosticadas.
Nada hace presagiar que las cosas pueden cambiar a corto plazo. Y, para la comunidad, esta situación desespera por “la falta de sensibilidad por la vida humana. Son meros instrumentos de un sistema que nos tiene atrapados en nuestras propias tierras. Y no tenemos otra cosa”, lamenta Luis.
El colectivo de campesinos se ve incapaz de variar el rumbo de las cosas. De sugerir formas, de cultivo, más saludables para todos. “Mi país está envenado con estas prácticas de empresas americanas y canadienses. En el fondo, trabajamos para multinacionales. Pero, si dices algo. Si se te ocurre plantear una alternativa, el patrón prescinde de ti”.
Un bucle descorazonador que a Luis y a su familia les obliga a seguir escribiendo más capítulos de la triste historia del azucarillo que llega a nuestras despensas.
Visto en EL PAIS el 26 de enero de 2015.
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